domingo, 13 de octubre de 2013

El Credo Explicado según el Catecismo de la Iglesia Católica (parte 2)


“y en Jesucristo su único Hijo, nuestro Señor”:


El nombre de “Jesús” significa, en hebreo, “Dios salva”. Es el nombre propio que designa el ángel Gabriel en la Anunciación, y expresa su misión e identidad, porque… “¿Quién puede perdonar los pecados sino solo Dios?” (Mc 2,7); en Jesús “Salvará a su pueblo de sus pecados”.(Mt 1,21). El nombre de Jesús significa que el Nombre mismo de Dios está presente en la persona de su Hijo; El es el Nombre divino que puede ser invocado por todos, ya que en la Encarnación se unió a los hombres: “No hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debemos salvarnos.” (Hch 4,12). Él es el “Nombre que está sobre todo nombre” (Flp 2,9)… los espíritus malignos temen su Nombre; los discípulos de Jesús hacen milagros en su nombre… “Todo lo que pidan al Padre en mi Nombre, él se lo concederá.” (Jn 15,16).

Por su parte, el nombre de “Cristo” deriva de la traducción griega de la palabra hebrea “Mesías”, que significa “Ungido”. Antes en Israel, eran ungidos en el nombre de Dios quienes eran consagrados para una misión que habían recibido de Él. Era el caso de los reyes, sacerdotes y profetas, y, en Jesús, se cumple esta triple función: El es rey, es sacerdote y es profeta. En el mismo nombre de Cristo está sobreentendido: El que ha ungido (el Padre), el que ha sido ungido (el Hijo) y la Unción misma (el Espíritu Santo). Esta unción se da en el bautismo que recibe en el Río Jordán. Dice en los Hechos de los Apóstoles: “Dios le ungió con el Espíritu Santo y con poder.” (Hch 10,38).

El título de Hijo de Dios” es el centro de la fe apostólica. Pedro, cimiento de la Iglesia, fue el primero en profesar esta verdad, al decir:“Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,16). Hay una distinción entre nosotros como hijos de Dios, y la relación de Jesús como Hijo Único de Dios, Él mismo la hace: “Subo a mi Padre, el Padre de ustedes; a mi Dios, el Dios de ustedes” (Jn 20,17). Se puede poner como comparación la parábola del viñador que manda a recolectar los frutos a través de sus servidores (Mt 21, 33-39), a quienes matan sucesivamente; luego, ya no son más sus “siervos” a quienes manda, sino que elige a su propio hijo, a quien terminan también matando. En el Bautismo y en la Transfiguración se oye una voz, la voz del Padre, que declara a Jesús como su “Hijo Amado”. Jesús también se designa a sí mismo el “Hijo Único de Dios” (Jn 3,16), afirmando su preexistencia eterna. Nosotros los creyentes, es en el misterio pascual en donde podemos alcanzar el sentido pleno del título de “Hijo de Dios”, porque es allí donde se cumple el plan de Salvación; el mismo centurión que le atravesó la espada dijo “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios”(Mc 15,39)

El nombre de “Señor”, es la traducción griega “Kyrios”, de la palabra YHWH (“Yahveh”). En el Nuevo Testamento se emplea este término también para Jesús, reconociendo de esta forma su divinidad. Cuando la gente se le acercaba para pedirle el Socorro o alguna curación, le decían Señor, por respeto y confianza. Al mismo tiempo, San Pablo nos dice “Nadie puede decir: ‘Jesús es Señor’ si no está impulsado por el Espíritu Santo.” (1 Co 12,3).

“Que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo”: En la Encarnación, el Hijo de Dios asume la naturaleza humana, para de esta forma salvar a la humanidad. Jesús es verdadero Dios y verdadero hombre, no es una mezcla confusa entre lo divino y lo humano, se hizo verdaderamente hombre sin dejar de ser verdaderamente Dios, “en todo semejante a nosotros menos en el pecado” (Hb 4,15). 
“El Espíritu Santo vendrá sobre ti” (Lc 1,35), le dice el Angel a María. Fue enviado para santificar el seno de María y fecundarla por obra divina. La misión del Espíritu Santo está unida y ordenada a la del Hijo, toda la vida de Jesucristo manifestará “cómo Dios le ungió con el Espíritu Santo y con poder” (Hch 10,38).

“Nació de Santa María Virgen”: Lo que la fe católica cree acerca de María, se funda en lo que cree acerca de Cristo, pero lo que enseña de María ilumina a su vez la fe en Cristo. Dios quiso el SI de la que estaba predestinada, antes de cumplir su obra. Así como Eva nos abrió las puertas de la muerte, María abrió las puertas de la vida. Para ser la Madre del Salvador, fue dotada de muchos dones. “Llena de gracia” le dice el Ángel, y un claro ejemplo es su Inmaculada Concepción: el Papa Pio IX al declararlo como dogma de fe dice “preservada inmune de toda mancha de pecado original”. Pero todo esto le viene de Cristo, es decir, que Ella fue redimida de manera más sublime en atención a los méritos de su Hijo. Otro claro ejemplo es su virginidad: “He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo” (Mt 1,23); es una obra divina, “lo concebido en ella viene del Espíritu Santo”, le dice el Ángel a San José. Y mediante la profundización de la fe, nos lleva a confesar una virginidad real y perpetua de María… la siempre virgen. Por otra parte, la maternidad de María no queda de forma exclusiva con su Hijo, sino que se extiende: “Dio a luz al Hijo, al que Dios constituyó el mayor de muchos hermanos” (Rm 8,29), es decir, de nosotros, los creyentes.

“Padeció bajo el poder de Poncio Pilato”: Por medio de la Ley, Jesús se somete en todo, hasta en lo más pequeño. De hecho, es el único que puede cumplir hasta en la mínima prescripción: “¿Quién de ustedes probará que tengo pecado?” (Jn 8,46). Le da cumplimiento:“No piensen que vine para abolir la Ley o los Profetas, sino a dar cumplimiento.” (Mt 5,17); y perfecciona la Ley: “Han oído que se dijo a los antepasados… pero yo les digo.” (Mt 5,33). Jesús le da la interpretación definitiva, por medio de su autoridad divina. De hecho, la gente quedaba sorprendida, porque “enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas.” (Mt 7,28-29).
Jesús era todo un escándalo para los escribas y fariseos… porque venía a perdonar a los pecadores, y esto reflejaba lo que Dios hacía con ellos, con el pueblo de Israel. Pero no examinaban en sí mismos, sino que señalaban al prójimo, y creían saberlo todo: “Si ustedes fueran ciegos no tendrían pecado, pero como dicen ‘Vemos’, su pecado permanece.” (Jn 9,41). No podían comprender que una persona perdonara los pecados y, por tanto, pensaban que se hacía pasar por Dios. Su ignorancia y el endurecimiento de sí mismos, los llevaron a decir que Jesús blasfemaba, y por tanto pidieron a Poncio Pilato su muerte.

“fue crucificado, muerto…”: quienes condenaron a Jesús fueron los judíos, pero no fueron responsables colectivamente… sino que fue “la ignorancia” (Hch 3,17) por parte del pueblo de Jerusalén y de los jefes la que llevó a Jesús a ser juzgado por las autoridades. Sin embargo, somos nosotros que, por nuestros pecados, crucificamos al Señor. Cometemos un crimen aún mayor, ya que nosotros decimos conocerlo, e incluso así lo despreciamos, al seguir renegando de El con nuestras acciones. Al respecto, San Pablo dice: “De haberlo conocido ellos no habrían crucificado jamás al Señor de la Gloria” (1 Co 2,8); y San Francisco: “Los demonios no son los que le han crucificado, eres tú quien con ellos lo has crucificado y lo sigues crucificando todavía, deleitándote en los vicios y en los pecados.”.
                 Es verdad que la muerte de Jesús es un designio de Dios, pero no por esto, los ejecutores son pasivos, como simples instrumentos de Sus propósitos. Para Dios, los momentos de los tiempos están presentes en su actualidad, por tanto, la respuesta de cada hombre es libre a su gracia. Sin embargo, Dios permite que por su ignorancia y ceguera, se cumplan sus designios… Jesús cuando lo iban a buscar para ser juzgado dice: “El pondría inmediatamente más de doce legiones de ángeles. Pero entonces, ¿cómo se cumplirían las escrituras?” (Mt 26,53-54).

                  Jesús es la ofrenda al Padre: “Hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra.” (Jn 4,34). Es el Cordero de Dios, como símbolo de la redención de Israel cuando celebró la primera Pascua. Pero esta ofrenda es libre, Jesús lo hace con total libertad: “Nadie me quita la vida. Yo la doy voluntariamente.” (Lc 22,19). Y nos une al Sacrificio con la Institución de la Eucaristía, cuando nos pide: “Hagan esto en memoria mía” (Lc 22,19). Nos une también al pedirnos que carguemos con nuestras cruces; al respecto, Santa Rosa de Lima dice:“Fuera de la cruz no hay otra escala por donde subir al cielo.”; y María es la que más íntimamente está unida al misterio de su sufrimiento redentor. Ella es quien más Lo conoce, y a quien la profetisa Ana le anunció: “A ti misma una espada te atravesará el corazón” (Lc 2,15).

“y sepultado”: Jesús no solo murió por nuestros pecados, sino que gustó la muerte… conoció el estado de muerte, es decir, la separación entre el alma y el cuerpo. Dios no impidió su muerte, según la naturaleza humana, pero unió su alma y su cuerpo con la Resurrección, para que sea Él mismo en persona el punto de encuentro entre la muerte y la vida. Aunque estas dos partes (cuerpo y alma) existieron desde un principio en la persona del Verbo, con la muerte fueron separados uno del otro; sin embargo, permanecieron cada cual en la misma persona del Verbo.
              La Resurrección al tercer día es una prueba de incorruptibilidad de su cuerpo, ya que se suponía que al cuarto día se daba la corrupción.
Con el Bautismo nosotros bajamos al sepulcro, muriendo al pecado. Como dice San Pablo: “Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que así como Cristo resucitó por la gloria del Padre, también nosotros llevemos una Vida nueva.” (Rm 6,4).

“Descendió a los infiernos”: Jesús conoció la muerte, gustó de la muerte… Fue a la morada de los muertos, descendiendo como Salvador, proclamando la buena nueva a los espíritus que estaban detenidos, como dice San Pedro: “Hasta a los muertos ha sido anunciada la Buena Nueva” (1 Pe 4,6). Esta “morada de los muertos”, es la que nosotros en el Credo llamamos “infiernos”, lugar en donde se hallaban los que estaban privados de la visión de Dios. Jesús no libra a los condenados, ni destruye el infierno de la condenación, sino que libra a los justos que le precedieron.
Este descenso a los infiernos es la última fase de la misión mesiánica. Fase que está condensada en el tiempo, pero muy amplia en su significado real de la extensión de la redención, dado que ésta llega a todos los hombres, de todos los tiempos.

“Al tercer día resucitó de entre los muertos”: La Resurrección es la verdad culminante de nuestra fe en Cristo. Ya desde un principio, en la primera comunidad cristiana era creída y vivida como verdad central. En la Tradición es un aspecto fundamental; en el Nuevo Testamento, está establecido; y en lo que es el misterio Pascual, es una parte esencial. Una prueba de esto es el mismo sepulcro vacío, que ni los guardias podían explicar.

              La fe en la Resurrección nace de una experiencia directa de la realidad de Jesús resucitado. No es un “producto” de la fe o mera credulidad; de hecho, los apóstoles dudaban hasta viendo: “Atónitos y llenos de temor creían ver un espíritu, pero Jesús les preguntó: ‘¿Por qué están turbados y se les presentan esas dudas? Miren mis manos y mis pies, soy yo mismo.” (Lc 24, 37-39). El mismo Tomás hasta que no tocara con sus propias manos no iba a creer. Y justamente, este era un aspecto de Jesús resucitado: el tacto, los sentidos; no era un espíritu.

              Es el mismo cuerpo martirizado y crucificado, pero también glorioso. El cuerpo no está situado ni en el tiempo ni en el espacio, ya que no pertenece más a la tierra (distinto de la resurrección de Lázaro por ejemplo, que resucitó en este mundo), sino que está bajo el dominio divino del Padre. Aparece como quiere, cuando quiere, donde quiere, bajo cualquier apariencia, como a María Magdalena, cuando ella lo confundió por jardinero (Jn 20, 14-15).
La Resurrección es la justificación que nos devuelve la gracia de Dios. Como dice San Pablo: “Fue entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación” (Rm 4,25). Él es el “primogénito de entre los muertos” (Col 1,18), y por tanto es el principio de nuestra propia resurrección. Ahora, por medio de la justificación de nuestra alma, y luego, por la vivificación de nuestro cuerpo, que se dará cuando vuelva por segunda y última vez.

“Subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios Padre todopoderoso”: El cuerpo de Cristo fue glorificado en el mismo instante de la Resurrección. Durante los siguientes 40 días su gloria queda velada con rasgos de una humanidad ordinaria… “Después se mostró con otro aspecto a dos de ellos” (Mc 16,12). Pero en su última aparición, se da la entrada irreversible de su humanidad en la gloria divina, bajo dos símbolos: la nube (“Una nube lo ocultó de la vista de ellos” (Hch 1,9) ) y el cielo (“… se separó de ellos y fue llevado al cielo.” (Lc 24,52). Jesús se sienta para siempre a la derecha del Padre. Esta “derecha del Padre”, lo explica bien San Juan Damasceno, que dice que es la “Gloria y honor de la divinidad, donde el que existía como Hijo de Dios antes de todos los siglos, como Dios y consubstancial al Padre, está sentado corporalmente después de que se encarnó y de que su carne fue glorificada”. Es la inauguración del Reino del Mesías… del “Reino que no tendrá fin” (Hch 1,11). 
          Ahora Cristo permanece escondido a los ojos de los hombres.

Pero hay una diferencia entre el Cristo resucitado y el Cristo exaltado a la diestra de Dios. Él mismo le dice a María Magdalena: “Todavía no he subido al Padre” (Jn 20,17). La Ascensión es un acontecimiento único e histórico, que marca la transición de una gloria a otra. Está íntimamente unido a la Encarnación: “Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre” (Jn 3,13). La humanidad no tiene acceso por sus propias fuerzas, sino que sólo Cristo pudo abrir el acceso al hombre. 

Desde el Cielo intercede constantemente por nosotros, como mediador que asegura la efusión del Espíritu Santo, ejerciendo permanentemente su sacerdocio: “De ahí que pueda salvar perfectamente a los que por él se llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su favor.” (Hb 7,25).

“Desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos”:Jesucristo es Señor, Él está “por encima de todo Principado, Potestad, Virtud, Dominación”, porque El Padre “bajo sus pies sometió todas las cosas” (Ef 1,20-22). Él es la Cabeza de la Iglesia (su Cuerpo, donde permanece en tierra), y la fuente de la autoridad sobre la Iglesia es, en virtud del Espíritu Santo, la Redención.
Desde Su Ascensión a los Cielos, el designio de Dios entró en consumación, estamos en “la última hora” (1 Jn 2,18). En la Misa decimos “Ven, Señor Jesús” (Ap 22,20), es que vivimos en el mundo que gime en dolores de parto, bajo los ataques de los poderes del mal… ya San Pablo decía “Estos tiempos son malos” (Ef 5,16). Pero también es el tiempo del Espíritu y del testimonio: “Recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes y serán mis testigos”. Es un tiempo de espera y de vigilia (Mc 13, 33-37). La Iglesia debe someterse aún a una prueba final, que va a sacudir la fe de muchos, bajo una impostura religiosa que, bajo una aparente solución a los problemas, hará apostatar de la verdad, entrando en un seudo-mesianismo, donde el hombre se glorifica a sí mismo y se coloca en lugar de Dios. No será un triunfo histórico el de la Iglesia, como un proceso creciente, sino que será la victoria de Dios (“Juicio final”) sobre el último desencadenamiento del mal: “Entonces se consumirán los cielos y los elementos quedarán fundidos por el fuego. Pero nosotros, de acuerdo con la promesa del Señor, esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva donde habitará la justicia” (2 Pe 3,12-13). En el Juicio del último día, seremos juzgados “por nuestras obras” (Ap 20,13), por la actitud respecto al prójimo: “Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25,40). Se pondrán a la luz la conducta de cada uno y el secreto de los corazones. Cristo “adquirió” este derecho por su cruz, y el Padre también entregó “todo juicio al Hijo” (Jn 5,22). Aunque cada uno se juzga a sí mismo al rechazar la gracia: “Dios no envió a su Hijo para juzgar el mundo, sino para que el mundo se salve por Él” (Jn 3,17).

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