domingo, 13 de octubre de 2013

El CREDO Explicado con las Palabras del Catecismo de la Iglesia Católica (4ª parte)

Las Postrimerías





“La resurrección de la carne”: “Carne” debido a la condición de debilidad y de mortalidad del hombre. Después de la muerte no solo el alma inmortal vive, sino también nuestros “cuerpos mortales” volverán a tener vida. “Si se anuncia que Cristo resucitó de entre los muertos, ¿cómo algunos de ustedes afirman que los muertos no resucitan? ¡Si no hay resurrección, Cristo no resucitó! Y si Cristo no resucitó, es vana nuestra predicación y vana también la fe de ustedes. Pero no, Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron.” (1 Co 15, 12-14.20). Resucitaremos como Él, con Él, por Él… “Yo soy la resurrección y la vida” (Jn 11,25).

            Pero… ¿Qué es resucitar? En la muerte se sufre la separación del alma, que va al encuentro con Dios, y del cuerpo, que cae en la corrupción. Pero Dios en su omnipotencia le dará al cuerpo definitivamente la vida incorruptible, uniéndolo a nuestra alma. Se siembra un cuerpo corruptible, se resucita uno incorruptible, que será nuestro propio cuerpo, pero transfigurado en cuerpo de gloria, en cuerpo espiritual (Véase 1 Co 15,35-37.42.53).
¿Y quiénes resucitan? Todos los que murieron: “Los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, los que hayan hecho el mal, para la condenación” (Jn 5,24).
¿Y cuándo resucitan? En el último día, al final de los tiempos: “A la señal dada por la voz del Arcángel y al toque de la trompeta de Dios, el mismo Señor descenderá del cielo. Entonces primero resucitarán los que murieron en Cristo. Después nosotros, los que aún vivamos.”(1 Ts 4,16-17)

“La vida eterna”: El cristiano que une su propia muerte a la de Jesús, ve la muerte como una ida hacia Él, una entrada en la vida eterna. La muerte pone fin a la vida del hombre como tiempo abierto a la aceptación o rechazo de la gracia divina manifestada en Cristo.
Juicio particular: Al morir, nuestra alma inmortal recibe su retribución eterna en el juicio particular, por Cristo, Juez de vivos y muertos. Esta retribución eterna puede ser a una purificación, al cielo o al infierno.

            Cielo: Los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, y están perfectamente purificados, viven para siempre con Cristo. El cielo es la vida perfecta con la Santísima Trinidad, es la comunión de vida y de amor con Ella, con la Virgen María, con los ángeles y todos los bienaventurados. Es el estado supremo y definitivo de dicha. Allí está la comunidad bienaventurada de todos los que están perfectamente incorporados a Cristo. Esta visión sobrepasa toda comprensión y representación: en la Escritura se nos presenta como vida, luz, paz, banquete de bodas, vino del reino, casa del Padre, Jerusalén celeste, paraíso… formas simbólicas que nos hacen imaginarlo. En el cielo gozaremos de esa contemplación de Dios en su gloria celestial, que es lo que conocemos como “visión beatífica”.

       Purificación final o purgatorio: Quienes mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque su salvación eterna esté asegurada, sufren de una purificación para obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo. El concepto de purificación, surge a raíz de las palabras de nuestro Señor: “la blasfemia contra el Espíritu Santo no será perdonada… ni en este mundo ni en el futuro” (Mt 12,31-32). De esto se deduce que algunas faltas pueden ser perdonadas acá, en este siglo, y otras en el siglo futuro. La Iglesia nos recomienda las limosnas, las indulgencias y las obras de penitencia en favor de los difuntos.

      Infierno: Morir en pecado mortal sin estar arrepentidos ni acoger el amor misericordioso de Dios, es permanecer separados de Él por propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva es lo que se denomina como “infierno”. “Quien no ama permanece en la muerte. Todo el que aborrece a su hermano es un asesino, y sabéis que ningún asesino tiene vida eterna permanente en él” (1 Jn 3,14-15). Vamos a estar separados de Cristo si no socorremos a nuestros hermanos (véase Mt 25). Jesús nos representa el infierno como la “Gehenna” (lugar donde se ofrecían víctimas humanas al dios Moloc) o “fuego que nunca se apaga”, lugar reservado a quienes, hasta el fin, rehúsan creer y convertirse. El Nuevo Testamento nos dice que el mismo Jesús “Enviará a sus ángeles que recogerán a todos los autores de iniquidad…, y los arrojarán al horno ardiendo” (Mt 13,11-12) y pronunciará la condenación: “Alejaos de mí, malditos al fuego eterno”(Mt 25,41). La pena principal del infierno es la separación de Dios, en quien solo podemos tener vida y felicidad. Tanto las Escrituras como la enseñanza de la Iglesia nombran al infierno como un llamamiento a la responsabilidad, en cuanto a la libertad de cada uno con el destino eterno.

      

      Juicio final: Antes que este Juicio, será la resurrección de todos los muertos. Entonces Cristo vendrá “en su gloria acompañado de todos sus ángeles… Serán congregadas delante de él todas las naciones, y él separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de las cabras. Pondrá las ovejas a su derecha, y las cabras a su izquierda… E irán éstas a un castigo eterno, y los justos a una vida eterna.” (Mt 25,31.32.46). En el Juicio Final se pondrá frente a Cristo al desnudo la verdad de la relación de cada uno con Dios. Revelará hasta sus últimas consecuencias lo que cada uno haya hecho de bien o haya dejado de hacer durante su vida terrena. Este Juicio será cuando venga Cristo glorioso, solo el Padre sabe el día y la hora. Conoceremos el sentido último de toda la obra de la creación, la economía de la salvación, y cómo obraron los caminos de la Providencia, por donde las cosas llegan a su fin último.

      Cielos nuevos y tierra nueva: Luego del Juicio Final, vendrá la renovación misteriosa que transformará la humanidad y el mundo. Será la realización definitiva del designio de Dios, de “hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra”(Ef 1,10). Los que estén unidos a Cristo, formarán parte de la comunidad de los rescatados, de la “Ciudad Santa de Dios” (Ap 21,2), de “la Esposa del Cordero” (Ap 21,9). No habrá más heridas dejadas por el pecado, por las manchas, por el amor propio. Dios será “todo en todos” (1 Co 15,28) en la vida eterna. 


“Amén”: esta palabra, en hebreo, tiene la misma raíz que “creer”, y esa raíz expresa la solidez, la fiabilidad y la fidelidad. En el Antiguo Testamento, se lo llama a Dios como “Dios del Amén” (Is 65,16), es decir, el Dios fiel a sus promesas. En el Credo, confirma su primer palabra: “Creo”. Creer es decir “Amén” a las palabras, promesas, mandamientos de Dios, es fiarse totalmente de Él. Cristo es el “Amén”(Ap 3,14). Es el “Amén” definitivo del amor del Padre hacia nosotros. Asume y completa nuestro “Amén” al Padre. “Todas las promesas hechas por Dios han tenido su ‘si’ en él. Y por eso decimos por él ‘Amén’ a la gloria de Dios” (2 Co 1,20).

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